Terror Universal
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Seccion: Películas (Lecturas: 6)
Fecha de publicación: Agosto de 2010

Del asesinato considerado como una de las bellas artes

Thomas de Quincey lo vislumbró y el cine lo plasmó en la pantalla a través de grandes homicidios que más que obras maestras del crimen son triunfos de la puesta en escena.

Claudio Huck



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Thomas de Quincey, en 1827, escribe un texto en forma de artículo, complementado por otro publicado dos años más tarde y al que añade un post scriptum con ejemplos precisos en 1854, a propósito de la edición de sus obras completas. Este hermoso escrito lleva el mismo título que (a modo de homenaje) preside esta nota. Con intención satírica (y compartiendo el espíritu lúdico que ha guiado a través de los siglos la pluma brillante de Aristófanes, Swift, Bierce o Borges) de Quincey plantea una paradoja que nosotros tomaremos muy en serio: el placer estético que provoca un hecho tan moralmente reprobable como el asesinato. El cine nos da la coartada necesaria: la ficcionalización en un modo de representación que emula (simula) la realidad. El cine, artefacto que crea vida y, a su vez, se distingue tan nítidamente de ella, crea el ambiente propicio para el disfrute de emociones que en el mundo real abominaríamos; combinado esto con el plano estético al que aspira toda escritura (cualquiera sea el soporte) podemos relajarnos y quedarnos muy tranquilos: lograremos seguir siendo las buenas personas que somos y disfrutar sin culpa de los crímenes más atroces. Tomando esta premisa, planteamos este decálogo de los asesinatos más hermosos de la historia del cine. Como toda lista canónica es personal, subjetiva y arbitraria. Es más lo que queda afuera que lo que incluye. No olvidamos las maravillas fantasmales de Kaneto Shindo (Kuroneko, Onibaba) o Nagisa Oshima (Imperio de los sentidos, cumbre del arte sadiano), la magnificencia colorista de Mario Bava (Seis mujeres para el asesino, El diablo se lleva a los muertos), el mordisco inaugural, histórico, que consuma George Romero (La noche de los muertos vivos), los arteriales excesos hemoglobínicos de Lucio Fulci (con El más allá a la cabeza, obra maestra si las hay) y tenemos en cuenta fantasías contemporáneas como Déjame entrar (Thomas Alfredson) o las emociones fuertes propuestas por Takashi Miike (Audición, Izo). Elección ardua y peliaguda. Que el lector elabore su propio listado pero nosotros, puestos a elegir, preferimos:

Suspiria (1977), de Dario Argento: A diez minutos de iniciado el film, en medio de un universo multicolor de pesadilla, una de las bellezas habituales de Argento es apuñalada en el corazón –con increíble plano detalle de la incisión-. Luego es ahorcada, y una catarata de vidrios de un vitraux atraviesan a su desprevenida amiga. Todo se conjuga en una postal alucinante y surreal: la chica ahorcada, la sangre que gotea y dibuja formas abstractas y, a sus pies, su amiga traspasada por los cristales de colores. Lo más cercano, cinematográficamente hablando, a un Kandinsky. 

Muerte en Venecia (Morte a Venecia, 1971), de Luchino Visconti. Otro maestro italiano, colorista, rimbombante, ilusionista. Final de película inolvidable: el veterano músico en una playa dorada levantando la mano que añora poseer la figura del joven Tadzio que se dibuja, como un espejismo, en el horizonte; la tintura que corre por el rostro del viejo, convertido a esta altura en una mascarita travestida, la mano que cae, los acordes operísticos, la consumación del melodrama.

La residencia (1969), de Narciso Ibáñez Serrador: Un invernadero acechante en una noche luminosa (que el propio Bava envidiaría), una adolescente que derrocha pureza que es atacada por la espalda, la música genial de Waldo de los Ríos que promete dulzura (y evoca el amor deseado por la niña), fundidos encadenados y ralenti, una flor blanca mancillada por la sangre inocente. La muchacha desplomándose y, junto con ella, los acordes que se distorsionan y cesan. Chicho ha prodigado pocas obras a lo largo de su vida pero, cada vez que lo ha hecho, ha convertido el celuloide en oro.

La bruja vampiro (Vampyr, 1932), de Carl Th. Dreyer: el malvado personaje, que anticipa en su fisonomía al Doctor Abronsius de La danza de los vampiros de Polanski, es encerrado en un silo y condenado a morir bajo una lluvia de harina. La composición blanquecina encuentra su correlato en el exterior neblinoso con la pareja protagonista atravesando el lago, dirigiéndose al bosque luminoso (la vida), mientras el polvo blanco (la muerte) cubre por completo al hombre, quedando sólo visibles sus manos aferradas al alambre. Estamos a comienzos del sonoro y, aún, la música permanece al margen, no se entromete cuando no debe, deja disfrutar este segmento magistral con toda su potencia sonora.

M, el vampiro de Dusseldorf (M, 1931), de Fritz Lang: la maestría de Lang es la elusividad, la potencia del fuera de campo: una sombra que se cierne sobre un anuncio que denuncia asesinatos de niños, una silla vacía, una escalera en espiral que amplifica el grito de una madre, una pelota que cae y se detiene, un globo atrapado entre los cables de luz. Imágenes que convocan un acto inimaginable y atroz: el asesinato de la niña.

 

Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, 1980) de Akira Kurosawa: El mendigo (quien fuera a lo largo del film el doble del Emperador) observa atónito la masacre: soldados y caballos agonizantes y ensangrentados que intentan incorporarse en vano, sólo de trompeta, retumbo de tambores, un dolor insoportable en el alma del personaje, la corrida, el rostro enloquecido del gran Tatsuya Nakadai, la balacera que lo alcanza. Si existe una poesía de la tragedia, Kurosawa la conoce y la ejerce.

Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock: el crimen de la bañera es ejemplo insoslayable en cualquier listado que se precie. Violencia del montaje (el cuchillo nunca entra en la carne), voluptuosidad sugerida (formas redondas, agua que corre, vaivén del cuchillo), manejo estético del sonido (chirrido de violines que suplantan a los gritos), asesino travestido (que es un niño malcriado y enojado, que es su madre, que es un violador, que es un pájaro dando picotazos). Catarata de signos en 40 segundos.

Nazareno Cruz y el lobo (1975), de Leonardo Favio: El lobizón corre ralentado en un mundo delirante que se tiñe de ópera, los gritos de un padre desesperado, palomas que vuelan, Nazareno que cae y no cae, queda suspendido y se proyecta (como todos los héroes-mito de Favio) a la eternidad. Uno atisba el kitsch, pero termina por imponerse la grandeza de la puesta, el desparpajo y la libertad creadora del artista. Favio es un aluvión, el más grande.

Henry, retrato de un asesino (Henry, portrait of a serial killer, 1986), de John McNaughton: Cuando se inicia el film, los homicidios ya se han cometido. Vemos los cadáveres atravesados por elementos cortantes, baleados, mutilados, y en Off escuchamos el sonido de los crímenes: los gritos desesperados, los disparos, la violencia de las matanzas. Imagen en presente y sonido en pasado, conjunción original que crispa los nervios, momento cinematográfico excepcional que prometía un mejor futuro a este realizador que se perdió en la medianía.

Furia (The fury, 1978),de Brian de Palma:  para concluir este podio de los más bellos asesinatos que ha dado el cine dejamos el maravilloso final de Furia: habitación que es todo luz, el malvado Ben Childress (el maestro John Cassavettes) parece haber convencido a la ingenua Gillian (Amy Irving), que lloriquea y lo besa en los ojos. Y aquí surge, con toda su fuerza, el fantástico: Gillian poseída por la cólera, sus ojos encendidos de poder y odio, Childress explotando en mil pedazos, plano repetido una, y otra y otra vez, los acordes precisos de Pino Donaggio acompañando la tragedia. Plano cenital, cae en ralenti la cabeza del malvado, finale a toda orquesta en la banda sonora, negro absoluto de la imagen.

Belleza en estado puro. ¿Alguien puede pedir más?