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¿UN “GRAN PAÍS” O UN “PUEBLO FELIZ”?

I Dice Walter Benjamin, en “A propósito del Angelus Novus de Klee”: “hay un cuadro de [Paul] Klee (1920) que se titula Ángelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”. (Derecha, abajo: el cuadro mencionado. Fuente de la imagen aquí).

II El problema del atraso de una nación con respecto a la modernidad capitalista se planteó muchas veces en muchos lugares del mundo, apenas la Revolución Industrial aseguró la indiscutible primacía de la corona británica al alborear el siglo XIX. Francia ya había comenzado a deshacerse de las instituciones políticas, económicas y sociales del Ancien Régime en 1789; Estados Unidos afianzó su vocación de potencia industrial con el triunfo del Norte sobre el Sur en la Guerra de Secesión de 1861-65; Japón optó por el mismo camino en 1868, lo que se conoce como el Período Meiji; Rusia tuvo que esperar hasta 1917, cuando abrazó una versión especial de la modernidad concebida en Londres por un judío alemán. En todos estos países y en muchos otros, la opción por la modernidad creó tensiones muy poderosas, porque la aristocracia terrateniente tradicional se resistió a perder sus privilegios (1), y porque la transición a una sociedad moderna siempre tuvo costos sociales importantes. Así que el desafío modernizador con el cual se encontraron los gobiernos patrios a partir de 1810 no era raro, sino muy frecuente, y muy similar al que enfrentaron gobiernos de otras latitudes.

III En el principio, hubo una decisión puramente militar: la misión principal de todo Virrey del Río de la Plata desde 1776 consistió en detener tanto los intentos portugueses de penetrar en la Cuenca del Plata como los esfuerzos franceses y británicos por hacer pie en las soledades patagónicas. El territorio que el mencionado funcionario regía por cuenta de los Borbones de Madrid era muy extenso, pero carecía de toda cohesión y estaba muy poco poblado. La región más rica y habitada del Virreinato abarcaba el Alto Perú y sus regiones tributarias del Tucumán, Cuyo y Córdoba, con su economía basada en la explotación de las minas de plata de Potosí y la construcción de carruajes y cría de bestias de carga necesarias para tal cometido, sus universidades de Córdoba y Chuquisaca y su sincretismo cultural hispano – andino. Una segunda región abarcaba lo que hoy es el Paraguay, casi aislado del resto del mundo por selvas impenetrables habitadas por pueblos aguerridos, con una economía de cultivos tropicales y una fuerte impronta guaraní. Una tercera abarcaba las extensas llanuras de la Baja Cuenca del Plata, con su economía de subsistencia basada en la explotación del ganado cimarrón y su símbolo en la indómita figura del gaucho. Una cuarta región, la Patagonia, permanecía ajena al control de potencia europea alguna, y era desconocida casi en su totalidad. Avakov (2) ha calculado que, hacia 1820, la población de lo que ya entonces había dejado de ser el Virreinato del Río de la Plata era de alrededor de 1,8 millones de personas, de las cuales nada menos que el 60 % vivía en lo que hoy es Bolivia. En lo que hoy llamamos Argentina vivía aún menos gente que en Chile, cuando hoy es casi el triple. Está claro cuál era el centro de gravedad del Virreinato y cuáles eran sus áreas marginales... al menos en 1776.

Porque la apertura al libre comercio de los puertos de Montevideo y Buenos Aires en 1778 fortaleció en ambas ciudades, con el transcurso de las décadas, a una pequeña burguesía enriquecida con la importación y venta de artículos británicos y de esclavos africanos. (Claro que ninguna de las dos actividades comenzó en el Plata en 1778: las mismas se habían llevado a cabo, de forma casi siempre ilegal, por casi dos siglos). Es por esos puertos que comienza a penetrar por estas empobrecidas y casi deshabitadas tierras un nuevo modo de organización social y económica, entonces flamante y con todo el futuro por delante: el capitalismo.

Por esos mismos años se inicia el proceso revolucionario francés, que comienza con tímidas medidas reformistas en pos de una monarquía constitucional, continúa con la imposición de un igualitarismo totalitario y termina… en el imperialismo napoleónico. Los tiempos podían estar maduros para una modernización política que acabara con los vestigios del feudalismo y sancionara el surgimiento de la burguesía, pero no para una revolución social de raíz igualitaria: a los campesinos, a los obreros, a los mendigos, al populacho inculto y hambriento, una vez más les tocaba esperar.

El esquema de una revolución política exitosa y una revolución social abortada se repitió en América a partir de 1809-1810: en México, el ejército de desharrapados de los curas Hidalgo y Morelos fracasó donde luego triunfaría la revolución desde arriba de Iturbide. En los llanos venezolanos, las huestes mestizas y mulatas de Boves enfrentaron a Bolívar levantando, paradójicamente, la bandera de la adhesión a Fernando VII. En Chile, el proceso político tras la independencia quedó en manos de O’Higgins y la elite criolla, no en las de Manuel Rodríguez y los hermanos Carrera.

En el Río de la Plata sucedió algo parecido: el poder pasó del Virrey y los comerciantes monopolistas españoles al Director Supremo y los representantes de los intereses económicos ligados al comercio con Gran Bretaña. El papel asignado a las masas en ese proceso era el de servir de carne de cañón en los ejércitos libertadores y poco más… pero había un líder popular que hablaba de otras cosas. Que, en primer lugar, afirmaba ante un congreso de representantes de su pueblo que “mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. Que, para escándalo de buena parte de la clase dirigente porteña, sostenía la igualdad entre los seres humanos sin hacer distinciones de raza o condición social. Y que, para perfeccionar el horror de esa misma gente, se atrevía a expropiar tierras de “emigrados, malos europeos y peores americanos” para hacer de “los más infelices” los “más privilegiados” (3). José Gervasio Artigas se llamaba ese líder popular, el primer caudillo.  Sus ideas eran demasiado para la época y para la región, y por ende fue derrotado. Pero sus principios democráticos e igualitarios respondían fielmente a la idiosincrasia del pueblo llano del antiguo Virreinato, y esas masas siempre encontrarían un caudillo durante el medio siglo siguiente, llámese Ramírez, López, Dorrego, Bustos, Quiroga, Rosas, Oribe, Urquiza, Peñaloza, Varela. El que no sea sencillo encuadrar a estos heterogéneos y contradictorios líderes populares como seguidores al pie de la letra del ideario artiguista es un tributo a la espontaneidad de la historia, que es obra de seres humanos, simples pecadores, como diría un cristiano devoto.

El colapso del poder colonial a partir de 1809-1810 fue lo suficientemente rápido como para impedir que surgiera un orden de recambio que fuera reconocido por todos. En su lugar, se desató un muy prolongado conflicto civil cuyas causas económicas discurrían en dos planos: uno, la pulseada acerca de la apertura al comercio británico, favorecida por los intereses mercantiles y ganaderos de Buenos Aires y del Litoral desde Mayo de 1810 (y aún desde antes) y resistida por los caudillos que lideraban a las comunidades del interior profundo, que vivían de la fabricación artesanal de productos que serían irremediablemente desplazados por ese comercio. Por el otro, el puerto de Buenos Aires contra el resto del antiguo Virreinato, por la existencia o no de otros puertos abiertos al comercio exterior y por la propiedad de las rentas de la Aduana porteña. Por siete larguísimas décadas, y salvo unos pocos oasis de paz, el país vivió condenado a la miseria, el atraso y la guerra civil intermitente, hasta que el ejército nacional pudo imponer una solución en 1880, en beneficio de una coalición de las oligarquías provinciales y el sector más esclarecido de la elite porteña. La solución creó las condiciones para una era de paz y prosperidad que duraría varias décadas, pero que también tuvo sus zonas ciegas y sus costos. Porque la prosperidad que alcanzó a las ricas tierras agroganaderas de la zona pampeana olvidó a las antiguas comarcas ubicadas al norte y al oeste de Córdoba, salvo oasis como la Mendoza de la vitivinicultura o el Tucumán de la industria azucarera.

Y porque alguien tenía que pagar la cuenta de esa prosperidad.

IV “En un castellano arrevesado, el gringo [representante de los ferrocarriles británicos] me contó que estaban expulsando a los pobladores que vivían en aquellos campos para venderlos en grandes fracciones una vez que la línea hubiera llegado a Córdoba. Sería un negocio enorme – me decía – (…). Pero yo me quedé pensando en esos criollos que vivían allí desde tiempos inmemoriales, echados de su propio suelo. Supongo que era uno de los tantos precios que había que pagar al progreso. (…) para aquellos paisanos santafesinos y cordobeses el progreso tenía el oscuro rostro del desarraigo y la pobreza. Mala suerte para ellos. No sería yo quien llorara sobre su destino”. “Soy Roca”. Félix Luna. Debolsillo, 2005. Edición original por Editorial Sudamericana, 1989. Pág. 79.

V Hay en la blogósfera argentina una especie de oráculo de Delfos: Deshonestidad Intelectual, el rincón del querible Manolo Barge. El autor tiene una sintaxis particular, un estilo elíptico y un campo de referencias homérico: de Gramsci a “Casablanca” y de Lasalle al manga, y suele ser un analista político bastante más perspicaz que casi todas las firmas más prestigiosas de los grandes diarios argentinos. Vaya esto como recomendación al paso de visitar su blog, porque en realidad quería escribir acerca de otra cosa: de un comentario suyo en una entrada de 2007, que hablaba de los “nacionalismos que optan por un gran país con pueblos infelices” como los regímenes de Francisco Franco o Fidel Castro, así como de la preferencia de Manolo, y con él la de todo populismo, por “la otra vía nacionalista, un Pueblo Feliz, aunque sea en un pequeño país”. Y es así: la diferencia en el ideal, que a primera vista puede parecer sutil pero es en realidad profunda, explica bastante bien qué es lo que se estaba discutiendo en determinadas coyunturas de la historia.

Porque ¿qué era lo que anhelaban los unitarios, o sus sucesores los liberales porteños de las décadas de 1860 y 1870? ¿Un “gran país” o un “pueblo feliz”? ¿Qué buscaban cuando Sarmiento saludaba la ejecución del Chacho Peñaloza y el exterminio de las montoneras federales en nombre de la “pacificación”? ¿Qué ideal tenían en mente cuando mandaron al ejército argentino a despejar la pampa de mapuches? ¿En qué pensaban, en un “gran país” o en un “pueblo feliz”, cuando expulsaban a humildes moradores de sus tierras ancestrales para cedérselas a las concesiones ferroviarias británicas?

Es cierto que, desde la distancia que dan las décadas, podemos saludar a la ocupación de la pampa y al tendido de las primeras vías ferroviarias como grandes y aún necesarios hitos en la integración del país en el que hoy vivimos, pero yo me quiero referir a otra cosa: a las tremendas y siempre denigradas luchas desatadas por el sufrimiento que esas (y muchas otras) medidas modernizadoras infligieron al pueblo argentino. Demasiadas veces en nuestra historia, tanto en el siglo XIX como en el XX, la creación del “gran país” que soñaban nuestras clases dirigentes requirió la imposición de siempre nuevos “últimos sacrificios”, en especial a nuestros hermanos más débiles. En ese sentido, nuestro liberalismo es indistinguible del estalinismo: medidas draconianas como las citadas más arriba parecen salidas de una crónica de la Revolución Rusa.

Pero claro, Stalin era un monstruo, no un caballero de la alta sociedad porteña, lector de La Nación y abonado al Teatro Colón. Habráse visto, comparar a nuestros anglófilos liberales con los estalinistas.

 

NOTAS

 (1) Véase la novela y el filme “Il Gattopardo”, respectivamente del Príncipe de Lampedusa y de Luchino Visconti.

(2) “Two thousand years of economic statistics: world population, GDP, and PPP”, Alexander V. Avakov, Algora Publishing, Nueva York 2010.

(3) El reparto de tierras a los desposeídos no era una simple liberalidad demagógica. El Artículo 11 del Reglamento Provisorio de Tierras que Artigas dictó en 1815 preveía que cada beneficiado estaba obligado a levantar un rancho y dos corrales en el término de dos meses, los cuales eran extensibles a tres. A quien no cumpliese se le quitaría el terreno, que sería entregado a otro vecino más laborioso.

El sistema de entregar tierras en forma gratuita a quien quisiera explotarlas dista de ser un exotismo sudamericano. Dice Federico Bernal en “Otras leyes de tierras revolucionarias. Los casos de los EE. UU. y Australia” (Infonews, 8 de enero de 2012) acerca del ejemplo norteamericano: "la Ley de Tierras, aprobada finalmente en 1862, estipulaba que todo ciudadano o aspirante a ciudadano podría acceder a un terreno de 64,8 hectáreas propiedad del gobierno nacional. Durante los siguientes cinco años, el beneficiado debería vivir en la tierra, cultivarla y construir en ella una morada de dimensiones prefijadas. Para 1934, más de 1,6 millones de ciudadanos recibieron terrenos en el marco de la ley de 1862 por un total de 109,305 millones de hectáreas, equivalente al 10% de la totalidad del territorio estadounidense”.

 

OTRAS LECTURAS

"La Argentina del Centenario”. Roberto Cortes Conde. La Nación, jueves 31 de diciembre de 2009

Historia económica del Río de la Plata”. Rodolfo Puiggrós. Retórica Ediciones / Altamira, Buenos Aires, 2006. Primera edición 1945.

 

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