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Cine Braille

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Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia

VENUS: CIELOS E INFIERNOS

Hace mucho escribimos acerca de cómo viejas (erróneas) teorías científicas acerca del planeta Marte habían influido a la ciencia ficción de toda una época, y hasta infundido un cierto aura romántico a sus desiertos. Hoy es hora de rever la evolución de las ideas que la ciencia tuvo del planeta Venus, y cómo eso se reflejó en la ficción literaria y audiovisual.

 

"Venus lo derrite todo, ya no es dulce". Cielo invertido, Luis Alberto Spinetta, 1989.
 
Venus es el objeto más brillante del cielo, después del Sol y la Luna. En casi todas las culturas antiguas se creía erróneamente que sus dos aspectos, el de Lucero del Alba y el de Estrella Vespertina, eran manifestaciones de dos cuerpos celestes distintos. Como el primero de ellos es el último astro que se apaga, justo antes del amanecer. Pero cada algo más de ocho meses desaparece del cielo por cincuenta días, para resurgir como Estrella Vespertina apenas después de la puesta del Sol. Luego de casi nueve meses vuelve a desaparecer por unos pocos días, tras los que reaparece otra vez como Lucero del Alba y anuncio de la inminente mañana. Este ciclo o período sinódico venusino no era evidente para nuestros antepasados que, hasta donde sabemos, descubrieron por primera vez que ambas era apariciones de un solo y mismo astro en Mesopotamia, hace cinco mil años, y digo por primera vez porque otros pueblos, como los mayas, que lo reverenciaban especialmente, llegaron a la misma conclusión unos siglos después, pero de manera independiente.
Los sumerios relacionaban a Venus con la diosa Inana, Ishtar para los posteriores acadios y babilonios: una diosa de la duplicidad, ya que lo era del amor y de la guerra, del nacimiento y de la muerte. En un mito cuya matriz astronómica es evidente, Inana desciende al inframundo y, luego de tres días, resucita y asciende a los cielos. Entre los cananeos, el dios Helel, la deidad del Lucero del Alba, intenta destronar al dios El y fracasa. Un eco de ese mito subyace en un libro escrito por esos cananeos heréticos, los judíos: el Libro de Isaías. En su capítulo 14, el autor hace presa del escarnio al Rey de Babilonia: "¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones" (Isaías 14:12). Esa frase fue interpretada como el respaldo bíblico a la creencia de que el Adversario, el Maligno, es un ángel caído. Por cierto, el nombre romano del Lucero del Alba es... Lucifer, así como era Phósphoros o Eósphoros para los griegos, que llamaban Hésperos a la estrella vespertina, Vesper para los romanos. El Lucero del Alba estaba consagrado entre los griegos a Afrodita, Venus para los latinos, la diosa del amor, la belleza, el deseo, la fertilidad, la prosperidad y la victoria.
El planeta Venus aparece por primera vez como escenario de una obra literaria en un relato de un muy imaginativo autor sirio, que cometió el alevoso anacronismo de adelantarse uno o dos milenios a su tiempo. Luciano de Samósata, en su Historia Verdadera, escrita ¡hacia los años 165-170 de nuestra era! cuenta cómo un barco, a merced de un poderosísimo torbellino en el Océano Atlántico es proyectado hacia la Luna, astro donde los personajes principales se ven involucrados en una guerra entre el rey lunar Endimión y el rey del Sol Faetón por la posesión de la Estrella Matutina, o sea Venus.
Cuesta llamar ciencia ficción a las imaginaciones del mordaz Luciano, pero no hace falta un gran esfuerzo de voluntad para considerarlo un precursor, siquiera por el invalorable salto cognitivo de considerar que los astros eran lugares, tan extraños como se quisiera pero lugares, no hipóstasis de dioses que conducían carros alados o meros vapores brilllantes en la alta atmósfera. Luciano hizo escuela, pero entiendo que la distancia temporal con nuestro siguiente ejemplo justifica mi afirmación de que estaba escandalosamente adelantado a su tiempo. El inefable jesuita alemán Athanasius Kircher escribió en ¡1656! Itinerarium exstaticum, un diálogo en que el personaje Teodidacto (“enseñado por Dios”) es guiado en un viaje extático por el ángel Cosmiel y visita, entre otros destinos, Venus. En 1686 se publicó Entretiens sur la pluralité des mondes, de Bernard de Fontenelle, otra obra que cuesta encuadrar en la ciencia ficción por sus rasgos fantásticos y su trasfondo mítico, algo que pasa también con Earths in the Universe de Emanuel Swedenborg, de 1758: en ambas se habla de Venus como un mundo semejante al nuestro.
Los escenarios extraterrestres inducen un extrañamiento de la mirada que permite juzgar bajo otra luz las particulares costumbres de la criatura humana, algo que ya tenía claro Luciano. Venus fue escenario de varias utopías o distopías del más variado cariz: la civilización socialista que en 1891 postuló a la consideración general James William Barlow en History of a Race of Immortals without a God, la anarquista de Homer Eon Flint en The Queen of Life de 1919, la sátira de un planeta regido por plutócratas que presenta Stanton A. Coblentz en The Blue Barbarians de 1931, la crítica al comunismo de Edgar Rice Burroughs en Pirates of Venus de 1932, el páramo posnuclear de Astronauci de Stanislaw Lem de 1951. Por no hablar del mundo habitado solamente por mujeres en What John Smith Saw in the Moon: A Christmas Story for Parties Who Were Children Twenty Years Ago que publicó en 1893 Fred Harvey Brown, o del matriarcado que explora Leslie Stone en su obra de 1931 The Conquest of Gola. La idea, sugerida por la ya milenaria consagración de Venus a la mujer, nos dio también comedias fílmicas: Abbott and Costello Go to Mars (1953).
Pero es momento de considerar el aspecto físico y el clima que los terrestres imaginábamos para Venus. Nuestro vecino planetario más cercano tiene casi la misma masa, el mismo tamaño y la misma densidad que la Tierra: es natural considerarlo un planeta hermano. ¿Cómo será Venus? ¿Será más cálido al estar más cerca de Sol? ¿Hay en él cráteres, montañas, mares, vida, civilizaciones avanzadas? Galileo Galilei fue la primera persona que lo observó a través de un telescopio, en 1609. No pudo distinguir rasgo superficial alguno, sólo un disco de un brillo uniforme. (Al año siguiente descubriría que el planeta presentaba fases visto desde nuestro planeta, la prueba definitiva de que Copérnico estaba en lo cierto y los planetas giraban alrededor del Sol y no de la Tierra). Pasaron las décadas y los siglos, y observadores con telescopios mucho mejores que el venerable prototipo de Galileo no pudieron ver nada mejor que él. Hubo que esperar a 1761 para que el astrónomo ruso Mijail Lomonosov confirmara que el planeta tenía un atmósfera: nada podía distinguirse en Venus porque estaba cubierto de nubes realmente muy densas.
El químico sueco Svante Arrhenius, Premio Nobel 1903, difundió la idea de un Venus cubierto de pantanos, ricos en una flora y una fauna exóticas, similares a las de la Tierra de hace millones de años, en su obra Stjärnornas Öden ("los destinos de las estrellas") de 1915. Venus está cubierto de nubes. ¿De qué están formadas esas nubes? De agua, claro ¿de qué van a ser? era la respuesta casi instantánea. Y si esa capa de nubes es tan densa, entonces en Venus debe haber más agua que en la Tierra. Y si hay agua ¿qué hay en la superficie? Pues mares, lagos y pantanos. Y si hay pantanos entonces hay insectos, helechos, hongos y hasta dinosaurios, como la Tierra durante el Mesozoico, porque además entonces se creía que los planetas más cercanos al Sol eran de formación más reciente que los más alejados. “Observación: no podía verse absolutamente nada en Venus. Conclusión: el planeta tenía que estar cubierto de vida”, se burlaría, en 1980, Carl Sagan, en el capítulo 4 de su Cosmos.
 
"La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer". Ray Bradbury, La larga lluvia, en El hombre ilustrado.
 
Entre los autores precursores de la idea de un Venus cubierto de pantanos y junglas y habitado por dinosaurios hay que contar a Gustavus W. Pope, en su obra Journey to Venus de 1895: un narrador al que el mencionado Burroughs copiaría hasta la manía. Con el doctor Pope, un médico de Washington D.C., ya podemos hablar de ciencia ficción: el viaje a Venus se produce en un artefacto de invención marciana. En To Venus in Five Seconds, de 1897, los protagonistas son teletransportados a nuestro vecino cósmico por un mecanismo que el autor Fred T. Jane no condesciende a explicar pero que sugiere peligrosamente falible, dado que el procedimiento, inventado por una fantástica civilización antigua que construyó las pirámides de Egipto y América Central, ha sido hackeado por unos venusinos particularmente feos. Warren Sanders continuó ese camino de historia alternativa en 1932 en Sheridan Becomes Ambassador, donde Venus fue colonizado por la civilización perdida de Atlantis; en 1957 fue Jeffrey Lloyd Castle quien, en Vanguard to Venus, postuló a los antiguos egipcios para esa proeza.
John W. Campbell, en Solarite (1930) presenta un Venus similar a Tierra, con una atmósfera respirable para seres terrestres, pero la temperatura superficial supera los 70 grados, y los humanos deben usar un traje refrigerante. Un detalle casi más poético que natural se destaca: cada salida del sol es recibida por un arco iris, debido al aire saturado de vapor de agua.
Parasite planet (1935) de Stanley Weinbaum explora la vieja creencia, luego revelada como equivocada, de que Venus mostraba siempre una misma cara al Sol. Esa cara es un desierto yermo y ardiente donde siempre es de día, y la cara opuesta es un campo de hielos bajo una noche eterna. Pero en la reducida zona intermedia la vida es posible, bien que sometida al riesgo de aventurarse más de lo conveniente en las regiones de clima extremo y a tener que soportar tormentas de violencia aterradora cuando las masas de aire provenientes de cada cara se encuentran. En este siglo se han descubierto planetas que muestran siempre la misma cara a la remota estrella que orbitan, y las ideas expuestas en este cuento de Weinbaum son perfectamente aplicables a ellos. En The lotus eaters, del mismo año, Weinbaum imagina a Venus habitado por plantas sentientes.
Es hora de invocar a algunos nombres famosos en este censo de imaginadores de un Venus que nunca existió. In the Walls of Eryx, de nada menos que Howard P. Lovecraft y Kenneth Sterling, escrita en enero de 1936, fue publicada en Weird Tales en octubre de 1939. El protagonista de esta rareza es un geólogo que busca minerales en la superficie de Venus, y que es atrapado en un laberinto creado por inteligentes criaturas reptilianas aborígenes, a las que termina por comprender y respetar. El Venus de esta obra es un planeta selvático, pero su atmósfera no es respirable para los humanos, que deben emplear equipos especiales. Leigh Brackett, legendaria guionista de clásicos inmortales del cine como The big sleep, Rio Bravo, El Dorado, The long goodbye y autora de una primera versión del guión de The Empire strikes back, escribió The Moon that Vanished de 1948. Robert A. Heinlein tampoco fue ajeno a la tentación de las historias que se desarrollaran en los supuestos pantanos venusinos, en Logic of Empire (1941), Space Cadet (1948), Between planets (1951) y Podkayne of Mars (1963). En el Venus de su Between planets hay... dragones.
De a poco nos fuimos acercando a 1950, cuando se publicó en la revista Planet Stories el relato canónico de cuantos acontecen en un Venus lluvioso y cubierto de pantanos y selvas despiadadas, The long rain, "la larga lluvia", de Ray Bradbury, que al año siguiente lo incluiría en su célebre libro El hombre ilustrado. Cuatro sobrevivientes de un accidente intentan llegar al próximo refugio, o bóveda solar, bajo una lluvia de pesadilla: uno de los personajes ha vivido por diez años en el planeta y no la vio detenerse ni un instante. El diluvio incesante decolora todas las cosas, y hasta desfigura a las personas: a uno de los desventurados le disolvió las orejas, a otro le blanqueó su cabello y hasta su rostro moreno. Uno de los personajes es muerto por un relámpago brutal, los otros tres logran arribar a duras penas a un refugio y lo hallan destruido por los nativos venusinos. Uno de ellos enloquece bajo esa lluvia infernal y el oficial a cargo lo mata por piedad, salvándolo de ahogarse lentamente mientras sus pulmones se llenan con agua de lluvia. Otro se suicida. El fin del último sobreviviente es una incógnita, porque no estamos seguros de que no esté alucinando.
Otro relato de Bradbury ambientado en un Venus habitable pero lluvioso y cubierto de nubes es All summer in a day, "todo el verano en un día", publicado por primera vez en la edición de marzo de 1954 de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y luego reimpreso en 1959 en la colección A Medicine for Melancholy, o Remedio para melancólicos, como se la conoció en castellano merced a su publicación por Minotauro en Buenos Aires en 1968.
​En el Venus del cuento, la lluvia es constante y el sol sólo se muestra brevemente un par de horas cada siete años, y la narración acontece ese esperadísimo día. La protagonista es una niña, Margot, que vivió en la Tierra hasta los cuatro años y tiene recuerdos vívidos del sol, lo que la diferencia de sus compañeros. Esta singularidad la convierte en blanco de envidia y resentimiento, tanto que la tensión se resuelve encerrando a la niña en un armario hasta que el sol desaparezca una vez más.
Para terminar con esta parte de nuestro censo, cabe citar la curiosidad de un filme que, como cierta divinidad, es uno y es tres. En la película soviética Planeta Bur, de 1962, Venus posee una atmósfera irrespirable, una geografía con mares, pantanos y volcanes, y vida en forma de saurios, plantas carnívoras y árboles gigantescos, además de restos de monumentos que sugieren la antigua presencia de seres similares a los humanos. Roger Corman canibalizó el filme no una sino dos veces, para sus producciones Voyage to the Prehistoric Planet de 1965 y Voyage to the Planet of Prehistoric Women de 1968, esta última con dirección de nada menos que Peter Bogdanovich bajo el seudónimo de Derek Thomas, y que resulta la más lograda de las tres.
Pero ya para los años sesenta esa visión de Venus estaba desfasada con respecto a la imagen que la ciencia tenía acerca del planeta vecino. La primera pista real sobre la naturaleza de su atmósfera se obtuvo cuando se pudo producir un espectro de la luz solar que reflejaba, para analizar los patrones de absorción propios de los gases que la conforman. Las primeras observaciones realizadas en la década de 1920 no hallaron el menor rastro de agua, y sí cantidades exorbitantes de dióxido de carbono. La conclusión que extrajeron algunos científicos fue que toda el agua del planeta se había combinado con hidrocarburos, y que los lagos de Venus eran… de petróleo. (Por cierto, hay una historia de Brenda Pearce, Crazy oil, de 1975, en que ese mar de petróleo es un ser vivo, lo que recuerda inmediatamente al océano inteligente de Solaris de Stanislaw Lem).
Otros llegaron a la conclusión de que la ausencia de vapor de agua en las nubes se debía a que estaban muy frías, y que toda el agua se había condensado para formar un océano planetario de agua carbonácea: un paraíso para los aficionados al whisky and soda. La oportunidad de un Venus oceánico no fue desaprovechada por varios autores reconocidos. Olaf Stapledon la menciona en su monumental Last and First Men de 1930. Rim of the Deep (1940) de Clifford D. Simak es una historia que sucede en el fondo de ese mar, en el que abundan los piratas y los nativos hostiles. C. S. Lewis, antes de incursionar en Narnia, vuelve a contar el mito de Adán y Eva sobre islas flotantes de un vasto océano venusino en Perelandra (1943). Isaac Asimov, en Lucky Starr and the Oceans of Venus (1954) narra la historia de los colonos humanos de ciudades subacuáticas. En The deep range de Arthur C. Clarke (1957) pululan monstruos marinos, al igual que en The Doors of His Face, the Lamps of His Mouth (1965) de Roger Zelazny.
Hablamos de ficción, pero debemos hacerle un espacio a un libro que pretendía no serlo y que fue muy popular en su tiempo, Worlds in collision, del psiquiatra estadounidense de origen ruso Immanuel Velikovsky, publicado en 1950. El autor afirma que un cuerpo de masa planetaria, con aspecto de cometa, se desprendió de la órbita de Júpiter hace 3500 años, hacia el final de la Edad de Bronce en el Mediterráneo y Medio Oriente. Ese cuerpo ingresó al sistema solar interior donde, tras sucesivos encuentros muy cercanos con Marte y la Tierra, habría acabado en órbita solar como Venus. Esos encuentros con nuestro planeta habrían provocado, por caso, la división del Mar Rojo que permitió a los hebreos huir de Egipto según la Biblia, el cese de la rotación de la Tierra por orden de Josué, y catástrofes geológicas y climáticas varias en el resto del mundo.
Venus es un planeta rocoso, metálico, con una composición muy diferente a todos los cometas que se han investigado. No hay un solo mecanismo conocido para que un cuerpo formado en la órbita de Júpiter acabase girando alrededor del Sol, en una órbita casi perfectamente circular como la de Venus. Si un cometa pasara cerca de la Tierra no podría ni detener la rotación de la Tierra ni reanudarla un día después. No hay ninguna prueba de vulcanismo masivo o grandes diluvios hace 3500 años. Para el final, un punto decisivo: en Mesopotamia hay inscripciones referidas a Venus de fechas anteriores en más de un milenio a la de la catástrofe propuesta por Velikovsky.
Por esos años apareció otra figura pública que hacía anuncios espectaculares acerca de Venus: George Adamski, uno de los más famosos supuestos contactados por visitantes alienígenas. Adamski sostenía haber visto objetos voladores extraterrestres varias veces en su finca de California, y hasta haberse encontrado con un enviado venusino llamado Orthon el 20 de noviembre de 1952, en medio del desierto, a pocos kilómetros de la frontera con México. [Imagen de la derecha: representación del encuentro. Fuente: aquí]. Adamski afirmaba que todos los planetas del sistema solar estaban habitados por inteligencias espiritualmente evolucionadas, e incluso la cara oculta de la Luna. En 1959 llegó a afirmar que los soviéticos habían trucado las fotografías que habían obtenido del primer viaje de una sonda alrededor de nuestro satélite, ocultando que en ella había picos nevados, árboles y hasta ciudades. También dijo haber visitado Marte, Venus y otros planetas. Cuando el peso de la evidencia acumulada hizo insostenibles esas afirmaciones, sus seguidores recurrieron a la aún menos demostrable hipótesis auxiliar de que Adamski había entendido mal a sus anfitriones, y que en realidad lo que había en esos astros eran meras bases de investigación de seres de otros sistemas estelares.
El primer indicio sobre la verdadera condición del planeta llegó cuando los radiotelescopios detectaron, en 1956, que el planeta emitía ondas como si estuviera a una temperatura altísima. También pudieron medir por primera vez la rotación de Venus sobre sí mismo, lo que en la Tierra llamamos día: insume unas larguísimas 243 jornadas de las nuestras, aún más que su propio año de 225 días, y además lo hace en dirección opuesta a la de todos los otros planetas: ¡el Sol sale por el oeste en Venus!
La demostración definitiva llegó en la década siguiente, cuando el vehículo soviético Venera pudo por fin penetrar bajo las nubes y radiar los pocos datos recogidos antes de fallar y resultar destruido: en los 480 grados de temperatura que atormentan a la superficie venusina se funde el plomo, y las sondas terrestres apenas pueden resistir unas horas antes de que su electrónica se fría y la estructura metálica ceda bajo la presión de 90 atmósferas terrestres, equivalente a la del peso del océano a un kilómetro de profundidad. La atmósfera resultó estar compuesta casi completamente de dióxido de carbono, con algunos vestigios de gases tan venenosos como el ácido sulfúrico, y ser azotada por vientos de hasta 360 kilómetros por hora, que soplan de la cara diurna a la nocturna en el larguísimo día venusino.
Ya Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth habían satirizado la imagen popular de Venus en en The Space Merchants (1952): un planeta vendido como destino atractivo para emigrantes a pesar de que su ambiente no tiene nada de paradisíaco. Los rusos Arkadi y Boris Strugatski habían jugado con una atmósfera cálida y pobre en oxígeno, y pantanos “de tritio” en Страна багровых туч ("la tierra de nubes carmesí", 1959). Arthur C. Clarke, en Before Eden (1961) había aceptado la idea de un Venus desierto, seco y ardiente, pero todavía habitable en los polos. Para 1973, cuando se editó Rendezvous with Rama, ya Clarke lo presentaba como un sitio sin interés alguno en un Sistema Solar totalmente explorado. En un cuento temprano del reconocido autor Larry Niven, Becalmed in Hell (1965) Venus ya es el mundo infernal que conocemos.
¿Qué puede hacer hoy la ciencia ficción con ese planeta inhabitable? Una salida romántica es antologizar las historias del Venus de la ciencia ficción de comienzos de siglo, lo que hicieron Brian Aldiss y Harry Harrison en 1968 en Farewell Fantastic Venus. Otra es desentenderse de las afirmaciones de la ciencia, afirmarse en la autonomía de la ficción y seguir escribiendo historias ambientadas en aquel Venus retro de selvas y humedales, como los autores de la compilación Old Venus de 2015, obra de Gardner Dozois y nada menos que George R. R. Martin.
Otra salida es la de los enclaves en aquel medio ambiente hostil. En In the bowl, de John Varley, editada en 1975, los humanos residen en ciudades protegidas por domos y deben lidiar con una extraña forma de vida inteligente, unas gemas con aptitudes telepáticas.
Otra vuelta de tuerca nace de una posibilidad descubierta por los astrónomos e ingenieros espaciales. A una altitud de 50 kilómetros por sobre la infernal superficie, Venus nos ofrece el ambiente más parecido a la Tierra de todo el Sistema Solar. La presión es igual a la de la Tierra, la temperatura se mantiene en un rango de 0 a 50 grados, y las capas superiores de la atmósfera son protección suficiente contra la radiación cósmica. Como el aire que los terráqueos respiramos es un gas de elevación en la densa atmósfera venusina, como el helio o el hidrógeno en Tierra, un grupo de científicos podría habitar una base en forma de globo sonda o dirigible sin requerir otro gas especial que el necesario para respirar. Para trabajar en el exterior de la base sólo se necesitaría suministro de oxígeno, un traje que protegiera de la lluvia ácida de las nubes y, algunos dias, una protección menor contra el calor imperante. Como la presión del exterior y del interior sería la misma, cualquier eventual fuga de aire en el globo que sustentara a la base sucedería a baja velocidad, y por ende daría tiempo a realizar reparaciones: la temida catástrofe de una decompresión explosiva sería imposible. También habría que precaverse de los feroces vientos venusinos, de 340 kilómetros por hora, que harían que la colonia flotante diera vuelta al planeta en cuatro días terrestres, un período muchísimo más breve que el larguísimo día venusino de 118 jornadas terrestres. Geoffrey Landis, uno de estos ingenieros espaciales, publicó en 2010 una novela corta acerca de una ciudad flotante en las nubes venusinas, The Sultan of the Clouds. Algo similar hizo Derek Künsken en 2020, con The House of Styx. Antes, en 2000, Ben Bova había poblado en su obra Venus las ya difíciles nubes venusinas de ácido sulfúrico con otro peligro más: microbios voraces que devoraban las astronaves terrestres.
Queda aún una posibilidad casi fantástica, porque requiere una capacidad tecnológica que hoy sólo podemos soñar, y de la que, en el mejor de los casos, nos separan siglos o aún milenios: convertir Venus en un lugar habitable o, como se dice, terraformarlo. El eminente biólogo inglés J. B. S. Haldane en The Last Judgment, de 1927 ya había propuesto la colonización de Venus en el futuro remoto, como Olaf Stapledon en la ya mencionada Last and First Men, John Wyndham en The Venus Adventure, de 1932, A. E. van Vogt en The World of Null-A de 1948 y James E. Gunn en The Naked Sky de 1955. Quien lo llevó más lejos fue Pamela Sargent, quien escribió una trilogía describiendo un proceso que requeriría generaciones: Venus of Dreams (1986), Venus of Shadows (1988) y Child of Venus (2001).
Poul Anderson fue el primero que planteó la terraformación de Venus en 1954, en su novela corta The big rain: la aplicación a gran escala de procedimientos tecnológicos para hacer habitable el planeta, alterando su geología y su atmósfera. Hubo una primera propuesta formal, la de Carl Sagan en 1961, que el propio autor luego descartó debido a que se basaba en supuestos falsos acerca de las condiciones imperantes en Venus. Básicamente, lo que se trata es de reducir la temperatura y la presión y crear oxígeno libre, pero el tamaño del desafío hace parecer sencillo el nada simple objetivo de terraformar Marte.
Una idea para bajar la temperatura venusina consiste en construir pantallas de miles de kilómetros de superficie en el espacio interplanetario, que bloqueen o al menos disminuyan la luz solar que recibe el planeta. Otra propuesta evoca llamativamente a la desatinada hipótesis de Velikovski: bombardear el planeta con miles de objetos ricos en hidrógeno, como cometas o incluso satélites enteros de Júpiter o Saturno. El hidrógeno reaccionaría con el dióxido de carbono de la atmósfera, produciendo agua que, ahora sí, y no en la ficción sino en la realidad, precipitaría en forma de lluvia y cubriría la mayor parte de la superficie del planeta con un módico pero suficiente mar de unos pocos metros de profundidad. La novela 3001: The Final Odyssey de Clarke (1997) sucede precisamente cuando este proceso está en marcha. Y en el filme animado Venus Wars, de 1989, el planeta se vuelve habitable debido a un afortunado impacto cometario.