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EL MOROCHO POLO CLUB DE ABASTO

Una de las páginas más gloriosas de la historia del deporte argentino fue escrita por el legendario El Morocho Polo Club del porteño barrio del Abasto. Su nombre homenajea inequívocamente a Carlos Gardel, quien más de una vez amenizó las reuniones de los polistas y simpatizantes del club. Formado por modestos trabajadores de la zona de los alrededores del mercado que da nombre a la barriada, El Morocho siempre fue considerado, por sus aristocráticos rivales, como un molesto entrometido – un parvenu. [Publicado en marzo de 2003 en Televicio Webzine].

Es de destacar la excelencia de su juego, dadas las condiciones en que sus jugadores debían entrenar. Sus cabalgaduras eran nobles yeguas madrinas, o bien sufridos caballos de lechero. El populoso barrio que le dio origen no ha olvidado las exhibiciones que los cracks de El Morocho brindaban en sus prácticas, en plena calle, a la vista de todo el vecindario.

Hablemos de algunas de sus figuras. Manuel Etchegaray, estrella de los años diez y veinte, era un inmigrante vasco que se ganaba la vida como botellero. El uruguayo Prudencio Escayola Barbosa, el Centauro Pardo, era el decimocuarto hijo varón del pianista de un burdel de Maroñas; como tal, había sido apadrinado a la vez por los presidentes Batlle y Figueroa Alcorta. Los hermanos Víctor (Vittorio) y Pablo (Paolo) Giacobbe eran dueños de un bar frente al mercado, y como presidentes del club encontraron una manera de financiar los gastos del team: alquilaban mesas en la puerta del bar, desde las que se podían presenciar los entrenamientos (una vez, el caballo de Etchegaray tuvo la desgracia de atropellar la silla de Jorge Newbery, aunque por fortuna no hubo consecuencias de gravedad para el notable sportman).

Coronando tres décadas de esfuerzos, El Morocho Polo Club llegó a la final del Abierto de la República en 1933, en la que debía enfrentar a los célebres cuatrillizos Anchorena Duggan, integrantes del soberbio equipo Beresford de Pergamino. Por primera vez, los humildes integrantes de la institución del Abasto podían obtener un trofeo que premiara su lucha.

El día de la final, Prudencio Escayola Barbosa notó que su fiel yegua Paysandú cojeaba de la pata trasera izquierda. Cuando el equipo se reunió para concurrir a la cancha, el joven oriental dio a sus compañeros la infausta noticia. Era demasiado tarde para conseguir otro caballo, y la moción de pedirle uno prestado a sus rivales no obtuvo consenso suficiente. Fue entonces cuando Víctor Giacobbe tuvo la idea de utilizar un disfraz de Rocinante que había sido la sensación del corso de la Avenida de Mayo ese mismo año. Los hermanastros Pedro y Terencio Brothers, que habían conmovido al mundo al nacer, por haber sido los primeros siameses hijos de diferente madre, fueron elegidos, por su colosal fuerza y su temple de acero, para actuar de sucedáneos equinos.

El partido fue vibrante, de un nivel pocas veces visto. Los ocho jugadores eran los ocho mejores polistas del mundo (fue el primer partido con ochenta puntos de handicap). Pese a la (comprensible) falta de velocidad de su cabalgadura, Escayola Barbosa fue la figura del partido, y su inteligencia llevó a El Morocho a la victoria final.

Ante el delirio de sus partidarios (y la incomodidad notoria de sus rivales y del vicepresidente Roca, encargado de entregar el trofeo al ganador) nuestros héroes concurrieron al palco donde se iba a celebrar la ceremonia final.

Pero el destino quiso que uno de los peones de los Anchorena Duggan notara que uno de los pobres jamelgos del equipo triunfador, particularmente desgarbado, rechazaba la alfalfa y el agua que se le ofrecía, prefiriendo en cambio un suculento choripán y una damajuana de vino mendocino.

Era lo que toda la alta sociedad estaba esperando: una excusa para privar del título a esos advenedizos. El fallo del Tribunal de Disciplina fue aún más lejos: no sólo le quitó el triunfo a El Morocho, sino que le prohibió volver a participar en los torneos de la federación argentina. Los cuatro jinetes del Abasto fueron suspendidos por sesenta años, y los hermanastros Brothers, expulsados del país bajo el cargo de vulnerar las reglamentaciones zoosanitarias referentes a equinos.

Fue el triste fin de El Morocho. Manuel Etchegaray, terco como todos los de su pueblo, vivió hasta muy anciano con el único objetivo de cumplir la suspensión y volver a jugar al polo. Así lo hizo: en 1993, el sultán de Brunei lo invitó a jugar para su equipo. Pese a sus años, Nolo (como le decían sus amigos), dio acabadas muestras de su talento.

Murió poco después en Brunei, lejos de esta tierra ingrata. Su nombre identifica la tribuna principal del estadio nacional de polo del pequeño sultanato asiático.

 

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